1 Reyes 8: «La mejor reunión»

¿Qué servicios religiosos han ocupado un lugar especial en tu memoria?

Quizá fue tu confirmación, o una boda o un funeral, o tal vez un momento especial en el que sentiste que habías sido elevado a la mismísima sala del trono de Dios.

En el capítulo 8 de 1 Reyes, somos testigos del punto culminante del Antiguo Testamento, algo más grande que cualquier ceremonia olímpica.

El rey Salomón ha construido el mayor edificio religioso de la historia, y es el momento de dar la bienvenida al invitado especial, el propio Señor Dios.

En el versículo 1 leemos que «Salomón mandó llamar a los ancianos de Israel y a todos los jefes de las tribus…para que fueran a Jerusalén. Ellos debían trasladar el arca del pacto del SEÑOR desde su sitio en la Ciudad de David, también conocida como Sion, hasta el templo» (NTV).

El Arca del Pacto significa la presencia misma de Dios entre su pueblo, y ahora es el momento de trasladarla a su hogar permanente.

Mientras trasladaban el Arca, versículo 5, «sacrificaron ovejas, cabras y ganado, ¡en tal cantidad que fue imposible llevar la cuenta!»

¿Imagina el olor, el sonido, la vista?

Sacrificaron todos esos animales para poder reunirse, en presencia del Señor.

Luego los sacerdotes colocaron el Arca en el Lugar Santísimo, bajo las alas de los querubines, versículo 6.
La razón por la que el Arca era tan importante era que dentro de ella estaban las dos tablas de piedra en las que el Señor escribió sus Diez Mandamientos, sus palabras de promesa.

La voz del Señor está en esa Arca, y su promesa está en su presencia.

Son el corazón de la relación de Dios con su pueblo.

Por eso su palabra debería importarnos tanto hoy, porque así es como está presente entre nosotros ahora, por su Espíritu.

Después de colocar el Arca en su lugar permanente, una espesa nube llenó el Templo, versículo 10, que era «la gloriosa presencia del Señor», versículo 11.

Podían ver literalmente la presencia del Señor Dios en medio de ellos.

Luego, mientras Salomón estaba ante el Señor, hizo una maravillosa oración de devoción en nombre del pueblo, diciendo el versículo 23: «Oh Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú arriba en el cielo ni abajo en la tierra. Tú cumples tu pacto y muestras amor inagotable a quienes andan delante de ti de todo corazón ...»

Luego, tras su magnífica oración, se volvió y bendijo al pueblo, diciendo, versículos 57 y 58: «Que el SEÑOR nuestro Dios esté con nosotros como estuvo con nuestros antepasados; que nunca nos deje ni nos abandone.  Que ponga en nosotros el deseo de hacer su voluntad en todo y de obedecer todos los mandatos, los decretos y las ordenanzas que dio a nuestros antepasados».

Lamentablemente, hubo un tiempo en que la presencia del Señor abandonó el templo, pues su pueblo se rebeló contra él y fue enviado por él al exilio.

Sin embargo, llegó de nuevo el momento en que la gloria del Señor se instaló en medio de su pueblo, como leemos en el primer capítulo del Evangelio de Juan, versículo 14: «la Palabra se hizo hombre y vino a vivir entre nosotros. Estaba lleno de amor inagotable y fidelidad. Y hemos visto su gloria, la gloria del único Hijo del Padre».

Como la nube del Lugar Santísimo, Jesús era la presencia de la gloria de Dios.

Alabemos a Dios porque el Rey Jesús cumplió en todo la voluntad de su Padre, y porque, por su obediencia, nunca dejará ni abandonará a los que se arrepienten y creen en él, incluso cuando pecamos, hacemos el mal y actuamos con maldad.